La sonrisa de
una niña careta de mango, y el muchacho que corre detrás de la gallina que
protege los polluelos, el don allá en la esquina disfruta de un habano, el que
arrea el rebaño en pleno aguacero, la cocinera menea la mantequilla en el fogón
y Juancito le mete el dedo en un descuido, el caballo está tristón porque desde
hace tiempo su dueño no lo lleva al horizonte, el riachuelo está montado desde
que Jiménez se fue a la ciudad, y el indio tiene días echado en el chinchorro
por una estaca que le traspasó la planta del pie, pero como le gusta pescar
cada mañana se va con la indiecita a ver qué ajila pero solo trae corronchos.
En los atardeceres los llaneros echan cuentos
pero de vez en cuando entonan un pasaje, a veces juegan dominó y lo que nunca
les faltan es la compañía y el brindis de un palito de ron, mientras la doña de
la casa se mece en el chinchorro de hermosos encajes y que reposa en el
corredor, pues nadie lo toca, nadie se atreve ni siquiera a mirarlo. La niña
María cuando viene de la capital se escapa con el ordeñador para el monte, y
llora cuando tiene que irse a la ciudad. Claro no se le puede quitar lo
refinada que está y el buen gusto que tiene al elegir su prometido, el hijo del
cabestrero don Miguel, allá, en el otro paso pero todos saben que es el
ordeñador de quien está enamorada. Es la historia que se repite una y otra vez.
Escribe Hogareña
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