Tan linda mi mascota. Me la regaló mi madre
después de haber roto el cascarón. Su caparazón era tan blandito que apenas
podíamos tocarlo. Se comió una hoja de lechuga y un pedacito de mango. Fue
creciendo y creciendo, para mí era más fácil tenerla por el patio que se
prestaba en aquel momento, pues eran cuatro hermanitos. Uno se lo regalé a un
sobrino, el segundo se lo comió un ratón, el tercero se perdió y el cuarto está
allí afuera haciendo de las suyas. Está muy grande, a pesar de que mamá dice
que tardan mucho en crecer, para mí está grandísimo. Pasa por la cocina
lentamente, con sus ojitos espabilados con ganas de llegar al huerto y comerse
los tomates, apenas me mira y esconde la cabeza tímidamente, pero después que
lo tomo entre mis manos saca sus paticas y nada en el aire. Me hace reír en mi
momento de soledad y su valentía ante colita negra y tigrita (las gatas) y
mancha (la perrita).
A veces pasan días sin verla y es que le gusta
esconderse bajo los muebles y es el atractivo de mis hijos al sacarla. Así
tranquila como es, tenemos precaución en su mortal boca “no vaya ser que nos
quite un pedazo) después que muerde no suelta.
Se parece a mi esposo, parece que no rompe un
plato y la verdad es que rompe la vajilla completa, camina muy despacio que a
veces me da lástima, pero la verdad es que se come al mundo entero, confunde a
muchos. Pero así como se parece a mi esposo también la cuido de él porque cuando
la ve dice “¡qué bueno sería comer un pastel de morrocoy!, entonces me acuerdo
la mala suerte que tuvieron los doces morrocoy en la semana santa del año
pasado.
Escribe Hogareña
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