La abuela planchaba la camisa del tío Federico, que le
gustaba que tuviera filo, así que le roseaba agua con almidón, los filos de las
camisas y pantalones le quedaban impecables, para luego acomodarlas en ganchos,
y ser guindada en una cuerda en la esquina de la habitación en donde nosotros
dormíamos cuando íbamos de visita.
Cuando la abuela se preparaba para planchar en aquella mesa
de madera rústica y plancha desgastada bien caliente y se la pasaba a la tela
arrugada, ésta quedaba bien estirada, como nueva, mientras el olor del vapor se
esparcía a los alrededores con un olor a lavanda. Era allí justamente cuando la
abuela nos contaba algunas historias de su niñez para pasar el tiempo.
Recuerdo que nos dijo “cuando cayó la dictadura las calles
se emanó de alegría, la gente corría de felicidad de un lado a otro, de las
casas sacaban fotografía, libros y toda clases de cosas que tuviera que ver con
el dictador y las colocaron en medio de la calle y las quemaron, creo que esa
fue la primera vez que vi a mamá y papá tan feliz. Los vecinos y más allá del
otro poblado reían, fue una lucha larga que derramó mucha sangre inocente”.
La abuela tomaba un poco de agua fresca que tenía a un lado
de la ropa, y volvía a decirnos “claro había unos que lloraban, pero eran muy
pocos los bocones, eran aquellos que nos delataban si nos reuníamos en algún
lugar para conversar, porque hasta eso nos tenían prohibido, porque el dictador
pensaba que estábamos confabulando contra él, pues, él creía que todos éramos
sus enemigos, las cárceles se llenaron de gente y los torturaban, fue una época
que ojalá el país no la vuelva a vivir nunca más”.
Para ese entonces, no entendía las historias de la abuela,
todo me parecía de ficción y terror; y claro, apenas era una niña que no
entendía a la sociedad. Hoy día se me viene a la mente todas sus historias y conjuro
que la abuela vivió lo mismo que estamos viviendo, con la única diferencia que
en ésta época.
Escribe Hogareña
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