Dos lágrimas rodaron
por las mejillas de Nancy, sólo dos, nada más, eso sí no dejaba de fumar y las
manos de temblar. Era peor que llorar. Y María volvió a despertarse entre
gritos e incredulidad de lo que le había ocurrido a su único hijo. “Una bala en
la cabeza por ajuste de cuentas” decía sus amigos que también agregaban “que
iban a vengar la muerte de su amigo”. Yo tampoco lo creía, a pesar de ver el
cuerpo dormido en esa caja fría.
Por instante, al verlo
fijamente al rostro esperaba que moviera las pestañas pero nada ocurría. Más
bien era un vacío sin fondo, el silencio más atormentado y el dolor que se
sentía en el estómago queriendo retroceder el tiempo.
Más allá se oía hablar
a las mujeres decir las anécdotas vividas con el muchacho y más que eso era su
sonrisa, las bromas, los juegos, los mandados y miles de consejos que le daban
para que cambiara de vida. Yo nunca le di consejo solo lo miraba y le sonreía, su
vida parecía nublada con una cortina de humos sin salida, solo le daba un
abrazo y un cuídate por favor, aunque sabía que nunca lo haría.
Ya en el entierro sus
amigos lo despidieron con disparos para el cielo que todos los presentes nos
escondimos e inmediatamente desaparecimos del cementerio. Me despedí de María
que ya no tenía voz y ni siquiera lloraba, caminos juntas hasta el carro, ella
acompañada de su esposo que también lloró y mucho. El sol y la tierra misma nos
pareció muy grande y los transeúntes indiferentes seguían su camino.
Todo había acabado,
aunque para María comienza el dolor hasta que llegue el final de sus días.
Desde entonces no he llorado más, a veces, oigo llorar a María detrás, en el
patio, ella solita con el pañuelo de su hijo y solo me queda acompañarla en su
soledad.
Escribe
Hogareña