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sábado, 14 de septiembre de 2019

MÁS CUENTO
Gracias Dios mío por tu infinita misericordia. A "Letras con Arte" Editorial de España, por escoger otros de mis cuentos.
AQUEL CARNAVAL
Se podía respirar la alegría en el ambiente, los niños corrían felices a los alrededores, la música había contagiado a las personas disfrazadas que bailaban sin parar, detrás de esas máscaras se escondían misteriosamente unos rostros transformados capaces de hacer lo que quisieran sin temor a ser descubiertos. La inauguración del carnaval había empezado con la exhibición de alegóricas caravanas,  fuegos artificiales y terminando las fiestas en la plaza mayor con música en vivo.
María Eugenia también estaba disfrazada de princesa, buscaba a su hermana quien se aglomeró entre el gentío que se dejaba llevar por el ritmo de los instrumentos que los músicos tocaban y la perdió de vista, estaba sola y desamparada, aunque nadie era desconocido en ese pueblo pequeño, le hacía falta su compañera, miraba con desdén, al hombre grasoso que tenía en sus manos un gancho paseándolo entre el caldero de aceite, al muchacho que vendía algodón de azúcar de diversos colores, a la mujer con su tablero lleno de cigarrillos, pero en lo que más se fijaba era en el niño que limpiaba los zapatos del bodeguero de la esquina por unos cuantos centavos, éste reía de emoción, mirando con malicia a las mujeres bailar  mientras le pulían los calzados con un trapo manchado de una crema negra, luego, de unos minutos el hombre le dio unas monedas.
Eduardo se acercó a María Eugenia al verla perdida y confundida, era un rostro triste dentro de la alegría que sentía, quiso acompañarla, quien la animaba y buscaba entre la gente a la hermana perdida. Los presentes alegremente zapateaban, daban vueltas, emanaban el calor al son del ritmo de la música,  sin saber si reían detrás de esas mascaras que ocultaban sus rostros.
Las estrellas brillaban más que nunca, aunque parecían distraídas y distantes de aquella noche placentera para el pueblo, por un momento el tiempo se detuvo entre el festejo y la apacible neblina que comenzaba a esparcirse. María Eugenia rendida se sentó en las escaleras que dan a la alcaldía, veía a los niños jugar, a muchos de ellos los conocía, pues era un pueblo pequeño ¿Quién pierde a alguien en tan chiquito lugar?, se preguntaba.  Justo al lado estaba Eduardo y sin más nada ella decidió recostar su cabeza junto a su hombro, en aquel niño que sentía algo en su estómago las veces que la veía, quería abrazarla pero moría de nervios.

Escribe Hogareña

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