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Al principio de cualquier
conversación se vuelven el interesante del grupo o mejor dicho el genio, y ese
es su punto de la debilidad, le gusta que los demás lo admiren, lo elogien y lo
veneren, pero entre tantas interrupciones en cada coloquio y el intelecto a
flote sin disimulo de aquel presumido, aburre a los que tienen al lado, más
bien provoca decirle –Oye tú… bueno ya sabes…. Me das flojera…. ya sé que eres
un sabiondo pero cállate por favor, también queremos decir algo, −o mejor le
decimos –Que tal hermano, donde aprendiste tantas cosas, me alegro por ti, pero
cuando quiera tu opinión yo te la pido… −y si le decimos mirándolo fijamente a
los ojos −eso, ya lo sabemos… no somos tan quedao, −o decimos solamente tres
palabras –no nos interesa−, sin embargo, nos quedamos callados en la prudencia
que nos caracteriza meditando si le damos una patada o nos damos la vuelta y dejamos
el pelero, mientras que el “guaca” por así decirle, en su vanidad sigue bla,
bla, bla, bla… y nosotros −¡ajá!, ¡está bien!, ¡qué bueno!, ¡verdad!, ¡en
serio!, ¡adiós!, y todo aquello que se nos ocurra decirle para salir del paso.
Al pasar los días cuando lo vemos venir como pavo real en el coqueteo de la faramallería
disimuladamente le damos la espalda en la elegancia de la decencia sin querer
menospreciar.
Comprobé que no
estaba equivocada, y sintiendo el poderío venir sobre mí, mi piel se enorgulleció,
mis cabellos estaban confiados, mis pies presumían de la gloria y pensé muchas veces jugarle una broma, pero recordé que una vez también estuve en sus
zapatos y no fue tan agradable tal encuentro, así que dejé el lápiz en el mismo
lugar, escondí el papel y me tercié el bolso, luego, me acomodé el cinturón y
salí de prisa para evitar decirle que la pura verdad no sabe nada y le falta
mucho tropiezos para aprender, además quien soy yo para arruinar el ciclo de la
vida, porque aún, si le digo algunas cosas jamás lo creería, hasta que los
errores le enseñe quien tiene la razón.