La calle era oscura, fría y si un
alma que se pudiera percibir. Siempre cada día era lo mismo, menos este día que
parecía diferente. Ni una voz, ni un carro ni un alma se visualizaba por los
alrededores. Apenas se notaba desde lo lejos el humo de una chimenea en esa
noche sin luna ni estrella. Las nubes parecían detenerse y solamente la sombra
de aquel hombre solitario caminaba por el medio de la calle sin temor a nada.
Tenía entre ceja y ceja llegar a
donde nunca nadie había llegado. No era la primera vez que caminaba por ese pueblo
fantasma y tampoco sería la última vez. Tenía un propósito, más bien un juramento
que debía cumplir.
Ese momento había llegado, y era
el ahora. Sacó de su bolsillo una botella de licor, la destapó lentamente para
luego darle un sorbo, lo detuvo entre su boca pocos segundos para finalmente
tragarle mientras le quemaba la garganta. Miraba la luna, era una sobria, sin
sonrisa ni destello, parecía triste, así como él se sentía en ese instante. Y
esa era la razón de estar allí deambulando en la soledad.
Por fin a lo lejos miró una luz,
era la primera luz de una casa que había visto. La misma luz que iluminó sus
ojos y le dieron ánimo para seguir caminando de prisa. Sabía que la encontraría
allí. Como lo estaba escrito en un papel. Otra vez, tendría la dicha de
acariciar la larga melena a olor arándano.
Era quien le hizo la promesa, era
por ella que se encontraba allí, era por ella el significado de la vida y que
le hacía palpitar su corazón e involuntariamente sus manos comenzaba a temblar.
Se fue acercando poco a poco mientras se acomodaba la chaqueta y se pasaba la
mano por la cabeza. Ya su semblante había cambiado, así como el tiempo comenzó
el tic tac del reloj pausadamente. Era Nerón quien había besado esos labios
pecaminosos pero tiernos.
Dailet Butto
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